miércoles, 30 de diciembre de 2009

Olor a tierra mojada


Olor a tierra mojada. Cerrar los ojos y sentir cómo esa sensación inunda mi cuerpo, es la fusión ideal que mi vida había ansiado a lo largo de su existencia.
Ese olor pesó en la balanza en el momento crucial de la decisión. Finalmente he roto con el pasado, o con una vida que no sentía como propia. Vendí mi piso junto al bullicioso parque en la apacible urbe, doné mis libros a la biblioteca municipal para tenerlos cerca, pero sin asfixiarme con su presencia y no poder caer algún día en el reproche de haber dilapidado su sabiduría. Y dejé mi trabajo, ese trabajo fijo, bien remunerado, garantista de una vida digna y despreocupada, trabajo por el que cada dos años miles de personas ponían a prueba sus conocimientos y aptitudes con la esperanza de abrirse un hueco en aquella clase media-alta prometida desde la infancia.
Nadie podía entenderlo ―tan joven no se tira la toalla― tantos años de estudio para vivir finalmente en un pueblo perdido, y únicamente por la incomprensible razón de que al amanecer y los días de lluvia huele a tierra mojada.
― ¿De qué vas a vivir? ¿Del aire?― Parecía absurdo, sí, pero descubrí que era mi vida y yo su verduga y su víctima.
Durante los primeros días, el despojo de los malos recuerdos y el lastre del pasado que me había atormentado se alejó de mí con una rapidez vertiginosa, pero a medida que comenzaron a transcurrir las semanas me abordaron los fantasmas y no me abandonaban ni en el transcurso de los días ni mucho menos a lo largo de las interminables noches.
Había oído ingenuamente que si arrojábamos fuera de nosotros y nos deshacíamos de una manera irrevocable tanto de los trastos viejos que acumulamos a lo largo de la vida como de las personas que arrastraban nuestra vida, podríamos descubrir un vacío. Un vacío preparado para poder recibir en cualquier momento con los brazos abiertos nuevas perspectivas e ilusiones en el futuro.
Descubrí que guardaba cientos de trastos viejos en el baúl de mi memoria, una memoria que se había convertido con el paso de los años en un gigantesco baúl abarrotado de recuerdos, y cerrado bajo llave durante demasiado tiempo, por eso, me deshice de los apéndices que lastraban mi camino, aunque en su lugar persistían los fantasmas. Muy especialmente su fantasma.
Sabía que no podía seguir ignorando el pasado, que debía enfrentarme a los espectros para evitar sus constantes visitas en las horas muertas, en las noches en blanco, pero el miedo lo inundaba todo, un miedo irracional, desmedido…como el miedo que me había provocado él.
Sólo el hecho de pensar que en cualquier momento podría aparecer... sería capaz de buscarme, de ir hasta el punto más insospechado y hacer lo imposible para que no viviera mi propia vida, aunque ahora estuviera aquí sola, alejada de todo, y de todos, con el pasado persiguiéndome una y otra vez, como el presagio de que algo malo puede pasar, como la araña en el espejo que anuncia la muerte.
—Tu felicidad está junto a mí―, me había dicho, y yo, incapaz de comprender por qué razón tan sólo su mirada me amedrentaba. ¿Cómo iba yo a ser feliz con alguien que me causaba tanto terror?
Es difícil encontrar una fecha concreta a partir de la cual la autoestima, la confianza en ti misma o la asociabilidad comienza a corroerte las entrañas, simplemente de repente me di cuenta de que llevaba tres noches sin dormir mas que una o dos horas a lo sumo, luego reparé en que me pasaba el día cansada, con migrañas que mas bien semejaban golpes de un tambor gigante, dolores de espalda y que, para colmo, apenas sentía apetito.
El día que comencé a llorar sin poderlo controlar en el transcurso de una clase al sentirme atrapada tras la pregunta que me había formulado aquel alumno, empezó mi regreso a la realidad y regresé aquella misma mañana al lugar en que fui feliz al menos una vez en la vida, a pesar de que la canción del poeta retumbaba en mis oídos repitiéndome que “al lugar en que has sido feliz no debieras tratar de volver”.
Y allí, en ese retorno, comprendí, al contrario de lo que al poeta le pasó en Comala, que era feliz, o que podía llegar a serlo, sentada bajo el árbol, la gran Pawlonia tormentosa que mi abuelo plantó cuando nací.
Hoy he vuelto bajo el árbol, me he sentado y he cerrado los ojos, dejando que el sol iluminara mi cara y el viento azotara mi pelo, y he respirado ese olor, el olor a tierra mojada. El sueño se ha apoderado de mí y al entreabrir los ojos he podido sentir la soledad que buscaba. Se han ido todos, y especialmente su fantasma, su sombra que durante tantos años me ha perseguido. Ahora en el vacío ya tengo un hueco para el olor a tierra mojada.