jueves, 29 de noviembre de 2012

Un viaje sin retorno

Allá en los montes de Yuso reside, desde tiempos inmemorables, un hermoso bosquete de acebos, conocido popularmente como acebal de Valgañón. Y he aquí, en tan exclusivo lugar, acontece la historia que deseo relatar: Tras una semana acumulando fracasos estrepitosos en todos los ámbitos más comunes de una vida humana, que transcurre por el depauperado siglo XXI, decidí adentrarme en soledad por algún paraje en el que pudiera dialogar conmigo misma, alejada de la interconexión de estos tiempos.
Era un día otoñal, y sin saber si era por el sonido adormecido que producen las hojas amarilleadas al caer o por la obnubilación que produce la luz de estos días entre el festival de colores, no quise volverme atrás. Dirigí mis pasos hacia aquel túnel, aquella boca oscura que me invitaba a sumergirme repentinamente bajo una tupida masa vegetal, en un espacio que hasta ese instante le había estado vetado a mis ojos. Nunca había entendido en mi infancia por qué los adultos se empeñaban en tomar aquel árbol, que deseaba protegerse con hojas persistentes y simples de borde espinoso, como elemento navideño. Estaba segura que aquellos ridículos tiestos no podían ser lugares confortables para ese pequeño arbolito, que se decoraba a sí mismo con unos frutos de un rojo intenso que sería la envidia de cualquier planta de interior en aquellos fríos días.
Y allí, rodeada de troncos de gran diámetro, de tocones que habían decidido brotar conjuntamente, entre ejemplares caprichosos que retorciéndose habían adoptado formas extrañas,lo vi cruzar el camino. Aún hoy, nadie da crédito a mis palabras y por eso resido en esta residencia fría, apartada de la sociedad, esa que se juzga sana.

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